
La educación en territorios rurales en Chile es altamente diversa y mayoritariamente pública. Existen escuelas con sólo un docente y otras formadas por más de 100 profesionales. Por su aislamiento geográfico o baja densidad poblacional algunas atienden a menos de 5 estudiantes, mientras que otras, ubicadas en áreas periurbanas, pueden llegar a tener más de 2.000. Con cursos simples o combinados; recibiendo familias indígenas, migrantes, campesinas, gauchas o neorrurales, estas comunidades construyen justicia educativa mediante la innovación, aprovechando la diversidad social, cultural y ecológica de sus territorios.
Tan diversas como nuestra geografía, estas escuelas no solo cumplen funciones académicas, sino que contribuyen a fortalecer el tejido social y el desarrollo local. Una escuela unidocente en el altiplano o un liceo bicentenario en territorio austral, son espacios de encuentro para los vecinos, quienes en su escuela encuentran ayuda para realizar trámites, toman decisiones para el bienestar del pueblo y fortalecen lazos de apoyo mutuo. Cuando esto ocurre, como dice Silvina Corbetta, “el foco deja de ser la institución escolar en sí y pasa a ser la comunidad que educa y aprende”.
Este carácter comunitario - ampliamente valorado en los “Diálogos para la educación rural” - ofrece condiciones propicias para la creación de proyectos productivos y de aprendizaje basado en servicio, estrategias que refuerzan el sentido de justicia social de la educación pública, estimulan el arraigo territorial de la juventud y mejoran la calidad de vida de las comunidades.
La incorporación de saberes locales en la gestión curricular y el resguardo activo del patrimonio convierte a estos espacios educativos en verdaderos centros culturales. Se trata de lugares que fortalecen las identidades étnicas, revitalizan tradiciones y oficios, consolidan el sentido de pertenencia y enriquecen la formación integral del estudiantado.
Muchos docentes rurales asumen su liderazgo como agentes culturales poniendo en marcha junto a sus estudiantes, el reconocimiento y valoración de las riquezas patrimoniales locales. Así, en los valles centrales, los relatos orales de diablos y brujos, el tejido en crin, el canto campesino o los vestigios arqueológicos del imperio inca, dejan de ser vistos como herencia estática para transformarse en elementos integradores de proyectos pedagógicos interdisciplinarios que potencian la creatividad y nutren el acervo cultural del país.
Frente a los desafíos planetarios de cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación, el vínculo existencial que estudiantes y familias rurales tienen con la naturaleza, constituye otra fuente valiosa de oportunidades para el encuentro con la belleza y la transformación educativa. Habitar a orillas de un río, cerca de un bosque, del mar, la montaña o el desierto, no sólo permite a personas de todas las edades aprender de manera experiencial sobre conservación del agua, agroecología, relaciones ecosistémicas o gestión de residuos; también favorece el desarrollo de capacidades de observación, orientación espacial, sensibilidad, colaboración y empatía. Como describía hace más de un siglo la profesora rural Lucila Godoy Alcayaga a propósito del impacto de sus clases al aire libre: “La clase perdía en gravedad (…) Perdía en irrealidad; era real y más humana (…) Observé que las niñas que en clase sólo reciben, en el campo o en un huerto dan, preguntan, piensan, se interesan por la tierra toda”.
Como Programa de Educación Rural reconocemos estas oportunidades y apostamos por potenciarlas con iniciativas como “Cartografías rurales”, "Chile-México: territorio de recados" y el curso “Patrimonios en la escuela rural”. Frente a la triple crisis planetaria, los fenómenos migratorios y las desigualdades sociales, es momento de visibilizar y aprender de la educación en contextos rurales.
Alicia Foxley Valdivieso
Coordinadora Nacional Educación Rural
División de Educación General (DEG), Ministerio de Educación.